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lunes, 16 de julio de 2018

Capítulo III. Una casita a la orilla del mar


Mario J. Viera



Hoy regreso de nuevo a mi banco verde en esta playa a la que siempre acudo. El mar está algo picado, con olas de dos pies de altura. La brisa, el viento, es fuerte, viento que viene del norte. Corretean sobre la arena algunos niños que ríen a todo pulmón y una mujer pasea un perro, y a la orilla del mar, un hombre sentado fuma un cigarro y parece meditar; un poco más allá un hombre, de ajustada breve trusa, corre hacia la playa y se arroja al agua nadando a grandes brazadas. Nada con elegancia, con movimientos ágiles, y va adentrándose entre las olas hasta donde las aguas son más profundas, allá donde yo no soy capaz de llegar; es que nunca he podido ser buen nadador.

No sé por qué, hoy, esta playa me trae el recuerdo de aquella de muy blancas arenas donde solía bañarme completamente desnudo, allá, en la, casi borrada de mi mente, bahía de Corrientes... En nada, esta que ahora frecuento, se asemeja a aquella playa de Corrientes, donde un tiempo estuve obligado a vivir. Una gran bahía abierta de aguas muy claras y tibias, donde se cuenta, y se cree, que allí abundan pecios de barcos perdidos en tiempos de la piratería del Caribe. Tres meses pasé allí, en un campamento llamado Uvero Quemado; tres meses de forzado trabajo, en medio del bosque de yayas, varías, ayuas y pinipiniche, el árbol tóxico de Guanahacabibes, cargando los troncos cortados para hacer carbón.

Uvero Quemado, el denominado “campamento de rehabilitación”, que supuestamente acogía a funcionarios y militares con faltas disciplinarias graves: uno de esos caprichos reeducadores del que era ministro de Industrias. Dos largas naves de paredes de palma y techo de palma cana; una dedicada a albergue, la otra funcionando como comedor y cocina; ambas, edificadas a la orilla del mar, constituían el conjunto inmobiliario del campamento. Allí llegué, junto con mi amigo Nelson, por el mes de enero de 1963, luego de trasladarnos desde La Habana hasta Pinar del Río por ómnibus y, desde allí, hasta El Cayuco, en un auto que hacía “boteo”, recorriendo 92 km.

¡Vaya gracia y estupidez en la que habíamos caído! Sancionados estábamos a cumplir tres meses de castigo, en medio de ningún lugar y, sin embargo, hasta allá nos trasladamos por nuestros propios medios. Aquel poblacho de calles estrechas y de pobres edificaciones, a donde habíamos llegado, se nos antojaba como uno de esos pueblos que aparecen en los westerns del cine de Hollywood, pero en las más lamentables condiciones, y, para mayor contrariedad, habíamos llegado allí cuando la tarde ya estaba muriendo. ¡Triste pueblo oscuro!

¿Y por qué estábamos castigados a ser corregidos? Tengo que reírme, cada vez que lo recuerdo: Habíamos desobedecido una directiva administrativa, ¡tres meses antes de que la misma se dictara! “¿Acaso una directiva posee vigencia retroactiva?”, había cuestionado yo a aquella especie de tribunal que me juzgaba, el viceministro del ramo, el director y el subdelegado de la Empresa Consolidada, y un tipo gordo que allí nada pintaba, uno de esos que llamamos “tracatanes”, los que siempre les ríen las gracias a los dirigentes y siempre están dispuestos a hacer cualquier cosa que el jefe le ordene, hasta colarles y llevarles el café a su oficina. El vice ministro me regaló una severa mirada: “Un revolucionario siempre tiene que saber qué no es correcto, aun cuando no se haya oficialmente declarado que es incorrecto hacer lo que tú hiciste”. Se suponía que éramos “revolucionarios”, que teníamos que ser disciplinados, de modo que, para no ser vistos como “no-revolucionarios”, teníamos que acatar la decisión e irnos sin chistar para Guanahacabibes.

Siempre me pregunto por qué fui sancionado por una empresa cuando ya no trabajaba para ella y no se trataba de la comisión de un delito. Pienso ahora, como desde siempre lo pensé, que se trataba de una revancha. Cuando el subdelegado todavía no era subdelegado, sino una especie de contador de la provincia, tuvimos una fuerte discusión, porque me exigía que yo, personalmente, le detallara cada fase del proyecto arquitectónico que estaba acometiendo en un central azucarero de la provincia de Camagüey: “No soy contador ─ le había aclarado ─. Es el contador del central el que debe elaborar los informes financieros de la obra. A mí me supervisa el departamento de obras o de arquitectura del Ministerio de Industrias”. Pero el hombre seguía insistiendo en hacer de mí un burócrata más de la empresa y yo concluí mandándole para el carajo...  Eso mismo debí contestarle a aquella cosa ilegal que intentaba semejarse a un tribunal penal; pero no lo hice. Comprendí que ya sus conclusiones estaban previamente decididas y, molesto, me dejé llevar por el orgullo, y les reté: “¡Al carajo, yo no le tengo miedo al trabajo y se los voy a demostrar! ¿Cuándo tengo que partir para Guanahacabibes?”

Mi amigo Nelson y yo nos conocíamos de la Universidad, cuando yo estudiaba Arquitectura y el Derecho ─ aunque él nunca terminó sus estudios ─. Había sido militante de la Juventud Socialista y, por aquel tiempo ya formaba filas dentro del Partido Socialista Popular y, gracias a esta contingencia, le habían designado como administrador de un central azucarero en Camagüey. ¡Nada conocía él de azúcar, ni de caña, ni de industrias, ni de centrales! Pero era de “patria o muerte” y, con eso bastaba. Dando traspié ─ me relató ─ había comenzado como administrador en uno de aquellos centrales azucareros que habían sido propiedad de la dinastía Falla. Poco a poco le fue cogiendo el juego al proceso azucarero y entendiendo todo su mecanismo tecnológico. “Cometí un error”, me había dicho. Me contó que había llegado el tiempo muerto y se comenzaba el desarme de la maquinaria del central. Solo un pequeño número de los obreros del central se ocupaban en aquellas tareas. Sin embargo, la mayoría de los trabajadores quedarían cesantes hasta la próxima temporada de zafra. Según me dijera Nelson, uno de aquellos trabajadores desplazados, había llegado a la oficina del central, diciendo que tenía una hija enferma y que necesitaba comprarle medicinas, por lo que solicitaba le dieran un anticipo del salario que debía recibir en la próxima zafra; pero aquello no era posible, no había fondo salarial que le respaldara; pero el hombre no entraba en razones y seguía exigiendo que le concedieran el anticipo salarial que reclamaba: “Solo son cien pesos...”, decía. Ni el pagador del central, ni el contador y ni el jefe de oficina lograban hacerle entender a aquel obrero que no tenían recurso alguno para otorgarle aquel anticipo o préstamo tan reclamado por él.

Llamaron a Nelson, al administrador del central. Le explicaron lo que sucedía. “Mire, administrador, le dice el hombre, cuando los Falla, uno venía a pedir un préstamo y no había problemas, ¡te lo daban!”. Nelson no sabía que decirle, entonces tomó una decisión y le dijo al molesto trabajador: “Mira, para ti ahora no hay fondo salarial, para darte un préstamo, pero vamos a hacer algo. Yo tengo fondo salarial y ya estamos en la segunda quincena... ¿Necesitas cien pesos? ¡Está bien! Yo pido un anticipo de mi salario y te presto ese dinero... me lo pagas cuando puedas”. Y Nelson me dijo: “Tú sabes, que eso se podía hacer, que siempre se hacía, pero yo no podía conocer que tres meses después la empresa lo prohibiría...”

Eso bastó para ser sancionado, pero no solo por eso. La verdad del por qué, lo supo cuando le estaban juzgando. El director de la Empresa Consolidada del Azúcar le soltó una inesperada pregunta: “¿Cómo fue que llegaste a ser administrador del central?” Nelson le contestó: “Usted lo sabe, porque fue Ud. quien me nombró como tal”. “Sí, lo sé, pero no tengo muy claro quién fue el que te propuso...” Nelson le contestó: “Fue la compañera Nila Ortega...” ¡Qué cara puso el director!: “¡Pero si esa ciudadana es una microfraccionaria, y está presa por eso!” Y el subdelegado sonrió y dijo secamente: “Eso lo explica todo... ¡El sectarismo!”.

Aquello me tomó por sorpresa, no podía entender aquellas razones, porque ese director, como la tal Ortega, había sido miembro del Partido Socialista Popular.

Hoy rememorando aquellos días puedo entender un poco más la condición humana, la propensión que en muchos hay al oportunismo, a esa manera de adaptarse a las condiciones del momento para el beneficio personal, no importan ideales... ¿realmente existen ideales? ¿Qué son los ideales? Intereses son los ideales. Quiero algo, lo deseo, lo conformo y lo estructuro en mi mente, lucho por ello... pero los ideales, como las ideas cambian y se modifican, siempre en transformación de acuerdo a lo que se va conociendo, de acuerdo a las experiencias del momento. La duda siempre predomina en los ideales personales, y esta es la principal diferencia existente entre estos y las ideologías. Las ideologías son cuerpos de ideas definitivas, estáticas, sin contradicciones internas y, por tanto, en ellas no existe la duda, o se cree o no se cree, se tiene como fe la verdad que propone la ideología y, si no existiera esa fe, no habría ideología; pero en los ideales cabe la duda y aquello en lo que hoy se cree, mañana podrá ser lo opuesto. Se puede desertar de una ideología, siempre han existido los herejes y siempre habrá apóstatas, pero de los ideales no existe deserción porque son evolutivos y siempre cambiantes y se modifican, no traumáticamente, sino por espontaneidad.

Pero allí estábamos en aquel emplaste de pueblo, antesala de la península de Guanahacabibes ¿Dónde pasaríamos la noche en este pueblo apagado? Y nos dicen que hay un hotel ¿Un hotel? Bueno si a aquella miserable construcción se le llamaba hotel, que más parecía una casa de citas que un hospedaje, no sé qué podía ser un verdadero hotel. ¡Nada, que “el hotel” era tan oscuro como el mismo poblado!, y un hombre de aspecto desagradable nos atendió sin mucho hablar, y nos indicó una habitación sin baño interior, alumbrada con solo una bombilla de acaso 20 bujías. En medio de la minúscula habitación, una sola cama con un alarde de cabecera de metal imitando un dosel. No nos quedaba remedio, tuvimos que tragarnos nuestros prejuicios y compartir aquel lecho, aunque sin quitarnos la ropa. La noche costaba solo tres pesos.

Muy temprano nos despertamos. Pasta de diente, cepillo. Buscamos donde desayunar. Imposible. Y nos echamos a andar. Un campesino montado en mula cargando en las ancas un bidón de leche. “Queremos ir hasta Uvero Quemado”, le preguntamos. Nos miró con curiosidad y contestó: “¡Alaba’o, eso está bien lejos! Tomen por ese terraplén y échense a andar; no sé si a pie aguantarán... De aquí a La Jaula, ¡Uf, hay como cuatro leguas! Luego lleguen hasta La Bajada, casi, casi, dos leguas más... Sigan después hasta la costa y caminen entonces como una legua más... Allá verán a ese campamento... Si no han desayunado, lléguense un poquitico más pa’lante, que allí podrán comerse un pan con lechón... ¡Ah, y busquen en qué llevar agua, que la tirada es larga...!” ¡Ni idea teníamos de cuánto en kilómetros podría ser una legua!

Bosque a un lado y otro del camino de tierra apisonada sobre un manto de diente de perro. Espesura de matorrales y altos árboles. Nos parecía, al menos a mí, estar dentro del siglo XV cuando la isla era puro monte y que, de repente, en cualquier momento aparecerían de entre el boscaje algunos desnudos guanahatabeyes, con sus collares de conchas marinas, observándonos con marcada curiosidad. Pero no aparecieron los guanahatabeyes y solo nosotros estábamos en aquella soledad, acompañados con los chillidos de las cotorras y los caos que libremente volaban sobre el tupido boscaje.  

No sé cuánto habíamos andado cuando escuchamos el motor de un vehículo que se acercaba a espaldas nuestras. Era un yip ruso Gaz-69 de cuatro puertas, que se detuvo al lado nuestro. El rostro sonriente de un negro, con uniforme militar y grados de teniente sobre sus hombreras, se asomó por la ventanilla. “¿Dónde van?”, nos preguntó. “A Uvero Quemado”, le respondimos. “¡Pues les queda una tirada bien larga! ¡Vengan, suban, que les voy a llevar!”, nos dijo, y luego se presentó: “Soy el director del campamento” y nos dijo que era el teniente Bárbaro Camejo.

Camejo, a medida que avanzábamos por el camino, nos iba describiendo los lugres: “El poblado que ya habían pasado ustedes, es Malpotón, más adelante verán La Jaula”. La Jaula, caserío de apenas una docena de viviendas abierto en medio del monte. Al cabo de diez minutos de andar, Camejo nos dijo: “Esto es La Bajada”. Acaso unas treinta viviendas de madera, yaguas y techos de paja en unas condiciones totalmente lamentables. ¡Y llegamos a Uvero Quemado! Un portón confeccionado con troncos de caña brava o cañambú, como se le conoce en la provincia de Oriente, daba acceso al campamento. De una caseta rústica con techo de pencas de palma, un hombre, con un fusil checo al hombro nos dio paso. Una gran vaya con el nombre del campamento estaba pintado en ella, junto con una consigna que ya he olvidado.

Aquel primer día lo pasamos sin hacer nada. Un segundo de Camejo, un tipo de actitudes burocráticas, nos asignó el lugar que ocuparíamos dentro del albergue: dos camastros de madera y sacos de yute haciendo las veces de bastidor. Había allí un teniente del ejército, que no sé en qué se ocupaba, aparte de dirigir los círculos de estudio de instrucción revolucionaria que todas las noches, a la luz de un farol chino se impartían antes del toque de silencio.

Alguien me había dicho que en Guanahacabibes cuando decía a hacer frío, lo hacía y cuando te devoraban los jejenes, te devoraban. Estos dos extremos los pude comprobar aquel primer día “rehabilitándome”. A las siete de la tarde, toda la población del campamento debía pararse frente a la playa en formación militar. Se hacía un recuento nominal y, puestos en “firme”, se bajaba la bandera. Yo veía como la mayoría de aquellos que se “rehabilitaban” se cubrían cuello y rostro con toallas y, enseguida me di cuenta del por qué: una verdadera nube de jejenes se echó sobre nosotros aguijonándonos sin piedad. La noche, aquella primera noche, fue una muy larga. ¡Tremendo frío! La temperatura había bajado a cinco grados Celsius, un equivalente a 45 grados F, pero la sensación térmica la hacía sentirse como si hubiera bajado a dos grados.

A las seis de la mañana “de pie”. Mucho frío y otro recuento mientras soportábamos el ataque de los jejenes. Frugal desayuno y ¡al monte! Unos derribaban a hachas los árboles que crecían en el diente de perro, otros con machetes cortaban las ramas de los árboles abatidos y otros cargaban a lomo los troncos cortados, para, dando tumbos sobre la filosa superficie del diente de perro, llevarles hasta donde se armaban los hornos de carbón. Luego de cinco horas de labor se hacía un alto para almorzar. El almuerzo, como la comida era una mezcla de arroz donde no faltaban piedrecitas y gorgojos, y malanga y boniato hervido, quizá también algún pescado guisado que, un pequeño grupo que se dedicaba a la pesca, había capturado en las limpias aguas de la bahía de Corrientes... ¡Hasta hubo ocasión en que se servían lonjas de tiburón! Esto ocurría cuando algún escualo, arriesgándose a nadar en aguas poco profundas, era capturado.

“Pepe”, así era conocido cualquier tiburón que apareciera cerca de la playa; y había muchos “pepes” en la bahía y muchos se acercaban peligrosa y audazmente hasta casi la misma orilla. Si estuvieras bañándote en aquellas aguas y oyeras el grito de “¡Ahí viene Pepe!”, tendrías que apresurarte y salir lo más pronto posible hasta la playa. Siempre, a las cinco de la tarde, cuando se detenía la labor del día, todos nos echábamos, desnudos a la pelota, a las frescas aguas de Corrientes y siempre vigilando, por si se acercara alguna escurridiza y traicionera picúa o algún sigiloso tiburón.

Camejo, el director era un incontinente lenguaraz. Le encantaba hablar como si estuviera dictando una conferencia, o como si todo lo que dijera debiera ser del mayor interés de aquellos que le soportaban su exuberante verborrea. Relataba a menudo su estancia en China donde había recibido instrucción militar y se le veía siempre como un admirador sincero de Mao, y, lo que a él más le maravillaba era aquello que decía se practicaba con gran acierto en China, el trabajo en colectividad: “¡Hay que ver como los chinos, bombea agua para el riego! Lo hacen a mano, o como si estuvieran pedaleando en una bicicleta... ¡Y toda la comuna participa en el mismo trabajo!” Y luego hablaba con emoción del gran ministro de Industrias..., otro gran admirador, entonces, de Mao Zedong o Mao Tse-Tung, como por aquellos tiempos le denominaban. Siempre pretendía mostrarse a sí mismo como un dirigente cordial y abierto; y lo lograba, siempre que no tocara el tema del “desviacionismo ideológico”. Ahí sí se ponía completamente farruco, y lanzaba rayos por sus ojos, y centellas por su boca.

No todos en aquella comunidad de transgresores miraban con buenos ojos a Camejo, y comentaban diciendo de él: “Camote ─ el apodo que le endilgaban ─ es un vive bien”; y decir de alguien ser un “vive bien” es decir lo peor, es decirle “acomodado”, “oportunista”, alguien a quien se le puede escuchar, pero nunca creer. “Sí, pero es mejor que el otro, el que estaba antes que él, el teniente Higinio”. De ese Higinio, solo había denuestos y se le recordaba con burlas y con desprecio. “Él fue quien inventó el Tatra...” Entonces a uno se le complicaba entender... ¿Tatra? El Tatra era un camión todo terreno con tracción 4x4 que por aquellos tiempos se fabricaban en Checoslovaquia y circulaban en la isla como parte de los convenios comerciales con los “países hermanos” del bloque soviético. “¡Sí, chico! ─ te decían cuando te quedabas así, con cara de tonto ─ Cuando uno llegaba aquí, te formaban ahí, frente al comedor, y venía Higinio y preguntaba: ‘¿Quién tiene licencia de conducción para manejar camiones?’ Siempre había alguno que respondía afirmativamente. Entonces, Higinio, sonreía y le decía: ‘Pues, perfecto, tú manejarás el tatra’; y te daban el tatra, sí, como no: Un taque de 45 galones con el fondo forrado de cemento, que tenías que echarte encima, junto con otro, atravesado por un tronco largo que ponías sobre el hombro y, echarte a caminar quinientos metros hasta un manantial, llenarle de agua y regresar para dejarlo en el comedor, y salir, después con otro tanque a buscar más agua y volver de nuevo, hasta terminar los cuatro tanques de agua que se mantienen en la cocina y el comedor ¡De madre, socio, de madre! ¿Sabes cuánto pesa un tanque de 45 galones con fondo de cemento? ¿Y sabes cuánto cuesta llevarle por entre el diente de perro?”

Pero lo que más distinguía el carácter del tal Higinio era aquel dicho suyo, diciendo: “¿Saben cuánto cuestan todos los componentes del cuerpo? ¡No más de veinte pesos! Pero yo valgo más que ustedes porque tengo dientes de oro”. Y mostraba su dentadura rutilante de oro.

De que “Camote”, Camejo, era un vive bien, lo pude comprobar por mis propios ojos. Recuerdo bien, que siempre me trató con cierta consideración, no sé por qué, pero parece que le caí bien; quizá porque yo era uno de los pocos funcionarios con nivel académico que estábamos confinados en el campamento. La mayoría de aquel contingente en rehabilitación eran miembros de Ejército Rebelde, los que, por un sí o un no, habían venido a parar a Uvero Quemado; la mayor parte de ellos, campesinos de la Sierra Maestra con muy escasa instrucción escolar. Apenas podían leer y, con mucha dificultad, escribir. No recuerdo cuando ocurrió, pero de buenas a primeras me encontré haciéndoles repasos de lectura y aritmética a dos de aquellos semianalfabetas campesinos serranos, allí, en el comedor, antes de partir para el monte.

Un día, cuando Camejo regresó al campamente, después de haber estado varios días en La Habana, dizque recibiendo “orientaciones” del ministro, me vio en mi labor de realfabetizador y me llamó aparte, a la oficina dormitorio que ocupaba a un extremo del comedor y me dijo: “Esteban Alfredo ─ siempre me llamaba así, con mis dos nombres de pila ─, Ud. está haciendo una linda labor... ¡Sí, y Ud. me viene a propósito! Quiero abrir algo así como una escuelita para que estos recién alfabetizados, estos héroes de la sierra, continúen su instrucción”. Y sin más ni más me soltó: “¡Quiero que Ud., a partir de mañana, sea el maestro de esta gente!” “No soy maestro”, le espeté. “¡No importa... por ahí debe haber algunos libritos de lecturas y de aritmética! Mañana Ud. tendrá su aula, aquí en el comedor”. No puedo repetir aquella afirmación de José Marti cuando dijo: “Y me hice maestro, que es hacerme creador”, porque yo no me “hice”, a mí me hicieron...

¡Qué magnífico maestro fui; tan bueno, que ni siquiera sabía preparar una clase; tan bueno que no tenía ni la más mínima idea de los rudimentos de la didáctica! Pero ya tenía mi aula... ¡Solo seis alumnos! Y eso que únicamente trabajarían la jornada mañanera; sin embargo, la mayoría prefirió seguir “tumbando matas” en el monte que languidecer de aburrimiento “sacando cuentas” y leyendo cartillas.

No sé qué tenía en mente cuando, faltándome solo tres semanas para cumplir la sanción que me fuera impuesta, decidiera abrir aquella aula y ponerme como maestro. “La reeducación es importante ─ me decía ─ para formar buenos revolucionarios... Hay que estudiar cada día”, y lo recalcaba con aquella sonrisa extraña característica de él, aquella sonrisa que ni siquiera omitía cuando tocaba los temas del “desviacionismo ideológico” y de “la moral socialista”, aunque trocada en una mueca. ¡Pobre de aquel que a juicio de Camote hubiera transgredido aquella moral con apellido, que él tanto defendía! Entonces se convertía en fiscal y juez, y se arrojaba contra el transgresor con el mismo ardor que debieron mostrar los inquisidores de la Santa Inquisición. 

Y así se lanzó contra aquel desdichado que se había ganado su estancia en Uvero Quemado, por algún asunto de faldas en Bulgaria o Rumanía, no recuerdo bien, donde estuvo becado, en no sé cuál universidad o instituto, estudiando una carrera tecnológica. Es que la moral socialista ponía límites al empleo de los genitales, y aquel becado había transgredido la espartana moralidad que se le exigía, cuando tuvo relaciones extramaritales con una chica del país. Y perdió la beca, y perdió sus estudios, porque los torquemadas socialistas decidieron deportarle para Cuba.

Era él un buen carpintero, y desde que llegó al campamento se le encargó de algunos trabajos de carpintería. No compartía el mismo albergue que el resto de los inclusos. Se le había asignado una casucha próxima a la entrada del campamento; pero una casucha bien casucha, paredes de delgados troncos y techo de paja y lata. Una estancia, si acaso de dos por dos metros de superficie. Cuando yo le observaba laborando su carpintería, me lo imaginaba, por su soledad, cual si fuera un Robinsón Crusoe antillano. Un mulato alto y delgado, de rostro serio pero agradable. Se relacionaba con muy pocas personas y era de poco hablar. Le conocí cuando me encargaron que le ayudara en no sé cuál trabajo; y siempre me intrigó el porqué del casi aislamiento en que se le mantenía desde que llegara al campamento; pero me cuidé mucho de hacerle preguntas, que pudieran ser indiscretas.

Me gané su confianza, quizá fuera porque no le hacía preguntas o porque yo le respetaba su absorto y vibrante silencio. Así le conocí un poco más. Solo un poco, porque era muy reservado sobre su vida íntima; muy obstinado en no hablar de sí mismo. Cuando había un descanso, se entregaba a la lectura de los pocos libros que había logrado traer consigo, y en la tarde, cuando concluía su jornada, se daba un baño con agua fría en una caseta sin techo, aledaña a su covacha. Luego se sentaba ante una rústica mesa y se ponía a garabatear en un cuaderno con forro de plástico, ¡y no había quien pudiera distraerle cuando se daba a la escritura!

Cuando trabajaba con la sierra cortando maderos, se concentraba en aquello, con sus labios bien apretados, casi en una mueca; a veces, sin ningún motivo, asomaba a su rostro una gris sonrisa o me comentaba algo y se echaba a reír.

Nunca preguntó mi nombre; nunca me dijo el suyo.

Todos los viernes, ya en la tarde, Camote se subía al yip que tenía asignado, y su chofer se ponía en marcha con destino a La Habana, para no regresar hasta el lunes en la mañana. Pero aquel viernes, no sé, uno cualquiera, pero diferente porque ese viernes no partiría en la tarde, sino ya al romper la mañana. Salió presuroso e inexplicablemente, el siguiente domingo ya estaba de retorno al campamento, un poco antes de la hora del almuerzo. Le vi entrar en el comedor y dirigirse a su oficina, con rostro y mirada torvos. A nadie le dio su acostumbrado y lacónico saludo de “¡Hola, buenos días, muchachos!” Llamó a su oficina a sus colaboradores y a aquel teniente que dirigía los círculos de estudio de instrucción revolucionaria. Nadie se percató de aquel detalle, o simplemente no le dieron importancia, salvo yo, que por naturaleza soy bastante curioso. Y como soy bien curioso, le dije al de la cocina que me encargaría de llevarle el termo de café a Camote y a los que con él estaban a puerta cerrada en su oficina.

Pedí permiso para entrar. Camejo, al verme llegar con la bandeja de aluminio, el termo y cuatro tacitas de barro vidriado, con gesto displicente me indicó que dejara la bandeja sobre la mesa. Así lo hice y entonces, Camejo, sin parar mientes en mí, se dirigió al de los círculos de estudio: “Teniente... ─ no puedo recordar su nombre. ¡El que sea!, teniente “fulano” ─ ¿cuál es tu opinión?”

El teniente fulano, asumió entonces una pose magistral, quedó como pensando qué responder, para finalmente decir: “Opino que se trata de algo serio... pero no creo que deba hacerse una crítica en privado. ¡No, debe ser pública!, en pleno ejercicio de la crítica y la autocrítica”. No me quedaba más remedio que salir sin poder saber qué era aquello que requería una amonestación pública, ni quien sería la víctima de la reprimenda en colectivo. Al rato lo supe. Supe que la víctima no era otro sino el carpintero, el becario de aquel “país hermano”, fuera Bulgaria o fuera Rumanía.

Reunión pública. Todos atentos. Todos escuchando hablar a Camote. Todos de pie, bajo el sol, en semicírculo, y en el medio, el carpintero. Y Camejo explica el porqué de aquella reunión. “Este hombre ─ comenzó diciendo Camejo, mientras señalaba hacia el carpintero ─, ha faltado a la moral socialista y debemos confrontarle públicamente. Ya conocíamos de su falta olvidando que, de cierta manera, nos estaba representando a todos como becario en un país hermano, y ¡de qué manera! Se dejó llevar por la lujuria y comprometió el honor de una mujer de aquel país, donde la Revolución le había enviado para capacitarse...” El carpintero trató de decir algo, pero Camejo le corta tajantemente. “¡Espere... ya tendrá tiempo para responder!” Y continuó su alegato: “En el Ministerio se han recibido nuevas informaciones con respecto a la pésima costumbre de este, de este... compañero”. Extrajo unas hojas mecanografiadas del portafolios que llevaba consigo. “Esto se recibió recientemente ─ continuó ─ ¿Saben ustedes lo que son estos papeles? Pues la traducción de una carta que a este hombre se le interceptó en... (¿Rumanía? ¿Bulgaria?) y dirigida a la muchacha con la que se acostó...”

Intentó de nuevo hablar, quejarse el carpintero, pero de nuevo Camejo le impidió hacerlo.

Todos expectantes. ¿Una carta interceptada? ¿Contrarrevolucionaria, acaso?

“Se las leeré ahora... ¡Escuchen! Dice así... ‘Querida amada mía: La distancia nos aparta; pero ¡qué importa esto si seguimos unidos en el recuerdo, en nuestro amor!’ Vean cuanta poesía...”

No se puede contener el carpintero y dice, casi gritando: “Esa carta es correspondencia privada y no tiene por qué ser divulgada públicamente”. “¡Para un revolucionario nada es privado!” ─ le ripostó Camejo ─, y mucho menos cuando se está cumpliendo con una misión de la Revolución”.

Un silencio grave a todos nos embargaba escuchando aquella terrible sentencia pronunciada por el director del campamento de rehabilitación.

Volvió Camejo a la misiva y continuó leyendo: “Escuchen lo que aquí agrega: ‘No pierdo la esperanza de reencontrarnos. No me dejo vencer, porque bien sabes, yo tengo la fuerza y el coraje del león. Volveremos a ser felices, aquí, en mi país o en cualquier otro país donde podamos vivir...’ ¿Están escuchando? Este hombre insinúa una deserción...”

Le interrumpe el carpintero y le dice: “No soy militar, no pertenezco a ningún ejército, no se me puede acusar de deserción... Solo le expreso a ella una esperanza...”

No le presta Atención Camejo a su reproche, y continúa: “Un león... se considera él mismo un león... Vean, vean lo que más adelante agrega: ‘¡Qué feliz soy al enterarme que me has dado un hijo! ¡Cuida a mi cachorro, cachorro de león!’” Se vuelve Camejo hacia el carpintero, su gris sonrisa ahora hecha una mueca: “Usted ha dejado su semilla en ese país hermano... ¡Su semilla! ¡Un niño sin padre! Y parece que Ud. no quiere reconocer su culpa”.

_ ¿Cuál culpa? ─ reclama el carpintero ─ ¿La de no poderme mantener célibe por más de un año? ¿Acaso somos monjes cartujos? ¿Cuál culpa?, pregunto, ¿la de haber amado a una mujer? ¿Quién tiene la culpa de que mi hijo no tenga padre? ¿Acaso yo? No, no yo, sino aquellos que me separaron de mi hijo antes de que naciera... ─ y su voz se quiebra como en un sollozo contenido.

Camejo estaba furioso e intenta acallar al carpintero, y dice: “Ud. es una vergüenza y no merece permanecer entre nosotros ni in día más... Recoja sus cosas, porque Ud. se va de aquí y queda a disposición del Ministerio.

Nadie dijo nada, todos guardaron silencio; yo mimo me mantuve callado; molesto por el espectáculo, pero me callé. Nada dije y debí haber dicho algo en favor del carpintero; pero guardé silencio. Poco después Camejo se acercó a mí y me preguntó qué me había parecido aquel espectáculo. Le contesté: “He sentido pena ajena”. Me miró fijamente intentando entender mis palabras, luego me dijo: “Sí, es una pena... ‘pena ajena’, sí, eso suena bien... Pena ajena ¡Claro!”, y fue a encerrarse en su oficina; creo que nunca llegó a comprender que la pena ajena que yo sentía no era hacia el carpintero.

Llegó el día cuando finalizó el periodo que debí pasar en Uvero Quemado. Y regresé a La Habana y nunca volví a saber qué había sido del carpintero, aquel que por un tiempo había estado becado en Bulgaria o en Rumanía. Tan poco, supe más de mi amigo Nelson... No, volvía verle casualmente un día en La Habana. Me saludó. Le vi avejentado y con aspecto de desaliento; solo me dijo una cosa, una muy simple y lacónica. Me dijo: “Me voy”.

No sé por qué, viendo nadar a ese hombre en esta playa que frecuento, me han venido a la mente memorias que ya creía olvidadas.

lunes, 25 de diciembre de 2017

HABLEMOS DE LA BIBLIA: ¿Palabra de Dios?

Mario J.  Viera



Para los fundamentalistas apegados a la letra del primer libro bíblico, Génesis, el mito de la creación del mundo y del hombre está fuera de discusión, aunque los estudios científicos han demostrado otra realidad. Dios no es un fabulista, ni un redactor de ciencia ficción, entonces, ¿por qué tal pueril relato sobre una creación realizada a partir de la nada? Se pudiera alegar que Dios dirigía su palabra a personas de la antigüedad que no podría asimilar una propuesta más verídica y cercana a la realidad científica. Esta respuesta no convence.

Dios muy bien podría explicar de modo sencillo la formación del mundo y el origen del ser humano, con una explicación que no le hiciera un tonto contando cuentos infantiles. Para que fuera palabra de Dios, lo que se hubiera recogido en el Génesis, Dios habría dicho: “Yo di inicio a las fuerzas que formaron el sol, la tierra, la luna y las estrellas”, sin decir que la luna y el sol fueran luminarias para alumbrar a la tierra; pudo haber dicho: “Yo di movimiento a la tierra para que hubiera día y noche” sin necesidad de decir: “…y separó Dios la luz de las tinieblas. Y llamó Dios a la luz Día, y a las tinieblas llamó Noche”; dicho esto el primer día, antes que se hablara de que, al cuarto día de la creación, haría “lumbreras en la expansión de los cielos para separar el día de la noche; y sirvan de señales para las estaciones, para días y años (…) y sean por lumbreras en la expansión de los cielos para alumbrar sobre la tierra”.

Pudo haber dicho Dios, para que se escribiera en el libro: “Yo cree ─ ahora sí, dicho correctamente, crear ─ la vida, y surgieron todas las especies de vegetales y animales, y elegí al hombre para que fuera mi imagen, conforme a mi semejanza”.

Con esto hasta aquí dicho, alguien pueda acusarme de blasfemo. De ningún modo. La blasfemia, y una de las mayores, es presentar a Dios hablando sandeces sobre el origen del universo y la vida con desprecio a su Suprema Inteligencia. Una blasfemia tan grande por la que haciendo a la tierra el centro del universo, a muchos sabios se les condenó a morir en la hoguera de la Inquisición y obligar, esa Inquisición, a Galileo a retractarse de sus descubrimientos.

El otro mito del Génesis está en el relato del huerto maravilloso del Edén y en la entrada del pecado en el mundo por la desobediencia. Por la desobediencia el hombre se condenó a la muerte, esta es la tesis del relato; ¿y quién provocó la desobediencia del hombre? ¡la mujer! Tan tonta que se deja engañar por un ofidio parlante; la mujer que depende del hombre, porque según el mito fue hecha de la costilla del hombre. Sin embargo, Dios que como buen hortelano se pasea por el jardín y se percata que Adán y Eva sienten pena de su desnudez y se ocultan de él, cubiertos sus genitales con hojas de higuera, entonces, convertido en costurero “hizo al hombre y a su mujer túnicas de pieles, y los vistió”.

Veamos por paso: Dios puede ser visto directamente por el ser humano. Adán y Eva cuando le sienten paseando por el huerto se ocultan de él; sin embargo, ese primer par de humanos, aunque supuestamente “creados” para ser eternos, no son de la misma naturaleza espiritual de los ángeles, sino cuerpos materiales de acuerdo con el contexto del relato. Esto se evidencia cuando Dios le dice a Adán: “Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás”.

Y Adán y Eva pueden ver a Dios porque él tiene figura antropomorfa, es parecido en su cuerpo al ser humano, tal y como en Grecia y Roma eran sus dioses. Figura de hombre y ciertamente con muchos defectos humanos, es Dios celoso, es capaz de arrepentirse de lo creado por él; en ocasiones hasta se enfurece y es vengativo pues carga “la iniquidad de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me odian”.

Esto no puede ser palabra de Dios, sino la elaboración judaica de un dios tribal que se asemeja a los dioses paganos de los pueblos vecinos de Israel, que castigan, condenan y exigen que se les tema.

Por otra parte, todo el concepto del bien y el mal que adquieren la pareja del Edén se encuentra en su desnudez. “¿Quién te enseñó que estabas desnudo? ¿Has comido del árbol de que yo te mandé no comieses?” le dijo Dios a Adán. “…del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás”.

Preguntémonos: Los pueblos primitivos que habitan en la selva amazónica ¿desconocen el árbol de la ciencia del bien y el mal? No hay que dudar que estos pueblos tienen conciencia de lo que es bien y lo que es mal; por eso tienen sus propias leyes, y sin embargo, están completamente desnudos, sin vergüenza por mostrar sus genitales.

La desnudez por sí misma no es pecado, sino una condición de la vida natural del hombre. La mojigatería de los redactores del texto bíblico, con mente torcida la hicieron pecaminosa y convirtieron a la costura y confección de ropas en el más antiguo de los oficios.

El pudor en las sociedades civilizadas, no surgió en la era paradisiaca, sino que fue conformándose paulatinamente después que los humanos comenzaron a cubrirse con pieles de animales para librarse del frío en la última era glacial cuando el hombre se hizo humano.

Revisemos ahora el capítulo 12 de Génesis. Abraham ha ido a Egipto y como la belleza de su esposa podría encender la pasión de los egipcios, quiso evitar que le mataran por causa de ella. Entonces le ordenó que mintiera diciendo que era su hermana. Como era una hermosa mujer se la llevaron al nesu, es decir al faraón, para que la tomara como concubina. Gracias a su mujer, Abraham obtuvo ventajas pues el nesu le regaló “ovejas, vacas, asnos, siervos, criadas, asnas y camellos”. Todo hasta que el nesu descubrió que le habían engañado y que Sara la mujer de Abraham no era su hermana como había dicho que era, dícese que el engaño fue revelado porque Dios “hirió a Faraón y a su casa con grandes plagas”, por causa de la mujer de Abraham.

Algo similar le ocurrió a Yitzchak (Isaac) hijo de Abraham estando en Gerar. Esto se cuenta en el capítulo 26 de Génesis: “Y los hombres de aquel lugar le preguntaron acerca de su mujer; y él respondió: Es mi hermana; porque tuvo miedo de decir: Es mi mujer; pensando que tal vez los hombres del lugar lo matarían por causa de Rebeca, pues ella era de hermoso aspecto”. ¿Palabra de Dios? Abraham miente por miedo sobre su relación con su esposa; lo mismo hace su hijo; pero Abraham se aprovecha de la unión de su esposa con el faraón y obtiene ganancias. ¿Es acaso este un relato ejemplarizante, digno de encontrarse dentro de un texto considerado sagrado? ¿Cómo puede calificarse la actitud de Abraham?

Continuemos revisando la historia de Abraham que la Biblia presenta como ejemplar. Primero preguntémonos, ¿qué es fornicar? Según el diccionario fornicar es tener ayuntamiento o cópula carnal fuera del matrimonio.

Capítulo 16 de Génesis. Sara, que entonces se llamaba Sarai, le dice a Abraham, cuyo nombre en aquellos días era Abram: “Ya ves que Dios me ha hecho estéril; te ruego, pues, que te llegues a mi esclava; quizá tendré hijos de ella. Y atendió Abram al ruego de Sarai (…) Y él se llegó a Agar, la cual concibió…” Permitido por su propia mujer, pero fornicación de hecho. ¿Palabra de Dios?; ¿condena Dios la fornicación de algunos y, en cambio, no condena la fornicación cometida por alguno de sus “elegidos”? Dios no solo omite castigar el pecado de Abraham sino que también le premia en el hijo que le anuncia que le nacerá de Sara, diciéndole que establecería su pacto con Yitzchak.

En el Capítulo 21 ¿Qué hace Abraham? Sara está molesta con el primogénito de Abraham, Ishma’el (Ismael) y le pide: “Echa a esta esclava y a su hijo, porque el hijo de esta sierva no ha de heredar con Isaac (Yitzhak) mi hijo”. Abraham acepta expulsar a su hijo: “Entonces Abraham se levantó muy de mañana, y tomó pan, y un odre de agua, y lo dio a Agar, poniéndolo sobre su hombro, y le entregó el muchacho, y la despidió. Y ella salió y anduvo errante por el desierto de Beerseba”.  Esto es crueldad; pero se lee en el libro que Abraham aceptó expulsar a la esclava y al hijo de él al desierto porque Dios, conversando directamente con él le dijo: “No te parezca grave a causa del muchacho y de tu esclava; en todo lo que te dijere Sara, oye su voz, porque en Isaac te será llamada descendencia”. Dios entonces hace acepción de personas, rechaza al hijo de Abraham nacido de una esclava.


Vuelvo a decirlo. Poner en un libro sagrado un acto tan miserable con la anuencia de Dios, que perdona el egoísmo de Sara y la debilidad de Abraham, es una blasfemia contra él y contra su justicia y bondad. Esto no puede ser Palabra de Dios.

sábado, 4 de febrero de 2017

AL FINAL DEL CAMINO

Mario J. Viera


Cuando el caminante llegó al final de su camino, le preguntó un sabio:

“¿Siempre miraste hacia adelante mientras ibas por tu camino?

“¡Sí, lo hice, respondió el caminante, siempre tuve la mirada fija en la meta lejana!”

De nuevo le preguntó el sabio: “¿Acaso no tuviste tropiezos con las piedras del camino?” El caminante respondió: “Como siempre miraba fijo hacia adelante, a veces no veía esas piedras y hasta tuve traspiés al tropezar con algunas... Pero enseguida me incorporaba y emprendía el camino, que no importan las caídas, lo importante es seguir hacia adelante...”

Sonrió el sabio al escuchar aquella respuesta: “Has respondido correctamente: No importa cuántas veces caemos de bruces; lo que importa es no arredrarse, es levantarse y continuar el camino... pero... Dime ¿Contemplaste el paisaje que te rodeaba, los bosques que bordeaban tu camino, las llanuras cubiertas de pastos, las zonas rocosas y estériles por las que en ocasiones atravesaba tu camino, las montañas que a tu derecha e izquierda se alzaban soberbias, los riachuelos que descendían hacia el mar? Háblame de esos paisajes...”

Quedó el caminante sin saber qué responder... luego dijo: “Como miraba siempre adelante en mi andar no tenía tiempo para mirar a los lados ¿Qué importa el paisaje?, lo que importa es el camino andado”.


Sonrió el sabio y se volvió para apartarse del caminante; pero antes de alejarse volvió su rostro hacia el caminante y le dijo: “¡Qué pena!, en tu andar solo mirabas a tu meta, pero nada aprendiste durante tu viaje, nada que les sirviera a otros para conocer los lugares por donde transcurriste... porque estabas ciego a todo lo que te rodeaba, mirando solo hacia adelante sin volver tu vista hacia el paisaje”.

sábado, 28 de enero de 2017

Comentado sobre la resistencia en Cuba (Cuarta Parte)

Sumisión o desobediencia

Le but de toute association politique est la conservation des droits naturels et imprescriptibles de l’homme” (Art. 2 de la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano)



En la realidad concreta de la lucha opositora en contra de la dictadura castrista existe un hecho del todo evidente: las masas populares no han asumido una posición claramente contestaría y no le han brindado apoyo a la oposición. Está presente una marcada brecha entre el mensaje opositor y la pasividad política manifiesta en la población. Las masas se han adaptado a vivir en la mentira del régimen castrista ante la carencia de otra vía. Existe descontento, pero también, frustración. Desde los inicios del poder castrista, cuando la Revolución era una pagana deidad a la que había que adorar sin caer en la herejía de la disidencia (acatamiento religioso: por la creencia de que de su observancia depende la existencia de un bien de salvación. Weber), todos los intentos por derrocar al gobierno surgido el primero de enero de 1959 fueron baldíos. Nada pudieron contra el castrismo naciente los grupos de guerrilleros sustentados por la CIA, principalmente en la Sierra del Escambray, nada se logró, salvo permitir la consolidación del régimen, con la misión insurgente Girón-Playa Larga impulsada por el gobierno de los Estados Unidos. Castro siempre aparecía como el vencedor y ante el vencedor todos se inclinan; ante el vencedor y ante la represión todos se rinden.

Por hábito o por una condición psico-social el pueblo se acostumbró a obedecer, aun en contra de su propia voluntad. Como afirma Bertrand de Jouvenel[1], “no se obedece principalmente porque se hayan sopesado los riesgos de la desobediencia o porque se identifique deliberadamente la propia voluntad con la de los dirigentes. Se obedece esencialmente porque tal es el hábito de la especie”. Sin embargo, la presión impone acatamiento de voluntad: “La presión sobre las exteriorizaciones de opinión ─ plantea Hermann Heller[2]se ha realizado siempre mediante la amenaza, la compra o el convencimiento, es decir, por una superioridad social, económica o intelectual de uno sobre los demás”; por medio de la educación o el adoctrinamiento, por la persuasión y por la fuerza pública, según Heller, se forma y se hace realidad “de manera unitaria el ‘espíritu’ de un grupo” y agrega que esos métodos por sí solos “nunca pueden lograr su objetivo sin una coacción económica y política”. Por otro lado, Gene Sharp señala varias razones por las cuales la gente obedece a los gobernantes, colocando en primer lugar el Hábito; además de esta, incluye las siguientes razones de obediencia: Miedo a las sanciones, Obligación moral, Egoísmo, Identificación psicológica con el gobernante, Zonas de indiferencia y Ausencia de autoestima entre los gobernados[3].

El Estado posee el “poder físico coactivo” (Max Weber) y el Estado totalitario posee, no solo el poder físico coactivo, sino que lo ejerce indiscriminadamente, sin limitaciones jurídicas nacionales o internacionales y, aún contra sus propias normativas del Derecho. Tal como dijera Montesquieu[4]: “En los Estados despóticos la naturaleza del gobierno exige obediencia absoluta”; es decir, dominación entendida como la capacidad de encontrar obediencia dentro de un grupo determinado para mandatos específicos (Max Weber). “Esta dominación (...) puede descansar en los más diversos motivos de sumisión: desde la habituación inconsciente hasta lo que son consideraciones puramente racionales con arreglo a fines”. Se obedece a la dominación, Max Weber[5] lo explicita diciendo: “'Obediencia' significa que la acción del que obedece transcurre como si el contenido del mandato se hubiera convertido, por sí mismo, en máxima de su conducta; y eso únicamente en méritos de la relación formal de obediencia, sin tener en cuenta la propia opinión sobre el valor o desvalor del mandato como tal”. Y en La Política como Profesión, afirma: “Toda empresa de gobierno que pretenda lograr una administración continua necesitará, por un lado la disposición de la actitud humana a obedecer a aquellos jefes que pretenden ser portadores del poder legítimo y, por el otro lado y por medio de esta obediencia, la capacidad de disponer de aquellos recursos concretos que, dado el caso, resultarán necesarios para la ejecución de la violencia física, es decir: los recursos administrativos humanos y los recursos administrativos materiales”.

No es este acatamiento al dominio de un poder tiránico un fenómeno moderno, ya Étienne de La Boétie[6] (1530 – 1563) lo había denunciado alegando: “Resulta cosa verdaderamente sorprendente, aunque sea tan común que más cabe gemir que asombrarse, ver a un millón de hombres miserablemente esclavizados, con la cabeza bajo el yugo, no porque estén sometidos por una fuerza mayor sino porque han sido fascinados, embrujados podríamos decir, por el nombre de uno solo, al que no deberían temer, ya que sólo es uno, ni amar, ya que es inhumano y cruel con ellos”. El pueblo como víctima y al mismo tiempo como sostén de la tiranía al adaptarse al sistema y aceptarlo como inalterable. Václav Havel así lo dice: “Todos nos habíamos acostumbrado al sistema totalitario, lo habíamos aceptado como un hecho inalterable y, por tanto, contribuíamos a perpetuarlo. Dicho de otro modo, todos nosotros ─ si bien, naturalmente, en diferente grado ─ somos responsables del funcionamiento de la maquinaria totalitaria; nadie es sólo su víctima, todos somos partícipes también de su creación[7].

Uno de los propósitos fundamentales de un gobierno totalitario es la organización de las masas, las cuales no son otra cosa que un medio del que se aprovechan los líderes totalitarios para legitimar su dominio. “El Estado es realmente conservado por la sociedad” así lo constata Heller en su ya citada obra. El dominio del Estado totalitario es preservado por las masas. Lo dice Hannah Arendt[8]: “El líder totalitario no es nada más ni nada menos que el funcionario de las masas (…) sin él las masas carecerían de representación externa y seguirían siendo una horda amorfa; sin las masas el líder es una entidad inexistente”. Por medio de las masas el gobierno totalitario controla a las mismas masas ejerciendo la vigilancia masiva de unos sobre otros. Sus múltiples ojos, cual gigantesco Argos, son los mismos ojos del conjunto de la masa; los actos de enfrentamiento a las masas que alienta el gobierno castrista son llevados por parte de una masa idiotizada. Y cuestiona Étienne de La Boétie: “¿De dónde saca todos esos ojos que os espían, sino de vosotros mismos? ¿Cómo tendría todas esas manos que os golpean, sino os las tomase en préstamo? Los pies con que pisotea vuestras ciudades, ¿no son vuestros? ¿Qué poder tiene sobre vosotros, salvo a vosotros mismos? ¿Cómo se atrevería a agrediros si no fuese porque lo hace de acuerdo con vosotros? ¿Qué mal podría haceros si no fueseis los encubridores del ladrón que os roba, los cómplices del asesino que os mata, los traidores de vosotros mismos?[9]

El acatamiento pasivo al dominio del poder del Estado totalitario sobre el conjunto de toda la población es, como expresa Weber “una acción condicionada por la masa”, es decir, una acción social orientada por la influencia de las acciones de otros que conduce a la tolerancia u omisión de esa aceptación pasiva del dominio. Weber señala que la “conducta íntima es acción social sólo cuando está orientada por las acciones de otros”. Es lo que Havel define como la resignación a “la vida en la mentira”; así en esta resignación a vivir en la mentira, se vive en un entorno moral contaminado: “Nuestra moral enfermó ─ constata Havel[10] bajo el poder totalitario ─ porque nos habíamos acostumbrado a expresar algo diferente de lo que pensábamos. Aprendimos a no creer en nada, a hacer caso omiso de los demás, a preocuparnos sólo por nosotros mismos. Conceptos como amor, amistad, compasión, humildad o perdón perdieron su profundidad y sus dimensiones, y para muchos de nosotros pasaron a representar tan sólo singularidades psicológicas”.

El ciudadano se anula para, por fuerza de la costumbre, convertirse en simple súbdito. Nada cambia y lo absurdo, la arbitrariedad le parece entonces condiciones naturales. “Digamos pues que ─ anota Étienne de La Boétie ─, si todas las cosas le parecen naturales al hombre que se ha acostumbrado a ellas, sólo perseverará en su naturaleza aquel que sólo desea las cosas simples e inalteradas. Así que la primera razón de la servidumbre voluntaria es la costumbre”. La oposición democrática con su desafío político particular no puede perder de vista esta realidad; no dejarse aturdir por “lo que debiera ser” creyendo erróneamente que el descontento presente en la población conducirá por sí solo a un estado de beligerancia popular. En las condiciones del accionar social bajo un sistema totalitario solo puede presentarse dos formas de rechazo: la deserción, la emigración, el clásico votar con los pies, y la “resistencia anónima u ordinaria”, la que Jean Dale (La Resistencia Activa y la Resistencia Pasiva en los Movimientos Sociales) define como “formas anónimas, individuales, que no requieren de una organización previa, pero si requieren de una interiorización muy profunda de sus parámetros culturales a partir de los cuales actúan y se hacen presentes en todo momento. Y que implican altos niveles de impugnación del sistema establecido”. Es la expresión del disgusto de parte de la población, en el caso que estudia Dale son los campesinos, que no es “una acción concertada ni organizada, sino una forma de corroer el sistema burocrático confrontarse a él y proteger sus propios intereses…” Es en este contexto que aparecen individuos aislados con decidida posición contestataria a los que identificaría con el Einherjer de la mitología nórdica, el “ejército de un solo hombre”, dotados de fuerte individualidad, son capaces de cometer pequeños sabotajes, no se vincula a ninguna organización opositora, porque no confía en ningún grupo, pero tampoco colabora con ninguna actividad que el gobierno convoque; así, el Einherjer se libera a sí mismo no cooperando y buscando lo que Havel denomina “vida en la verdad”, la clave definitiva para la autoliberación:  “Si la ‘vida en la verdad’ es el punto de partida elemental de cualquier esfuerzo del hombre para resistir a la presión alienante del sistema, si es la única base significativa de cualquier acción política independiente y si, en fin, es también la raíz existencial más adecuada a la actitud ‘disidente’, es difícil imaginar que, aun en su objetivación, el trabajo ‘disidente’ pueda fundarse en otra cosa que no sea el servicio a la verdad y a una vida verdadera y el esfuerzo de abrir un espacio a las intenciones reales de la vida[11].

La vida en la verdad es el reconocimiento de ser uno mismo, sin condicionamientos exteriores impuestos y a los que hay que obedecer aun cuando choquen con nuestra conciencia. Es la respuesta dada por Henry Thoreau ante leyes que se consideran injustas: ¿Debe el ciudadano renunciar a su conciencia, siquiera por un momento o en el menor grado a favor del legislador? ¿Entonces por qué el hombre tiene conciencia? Pienso que debemos primero ser hombres y luego súbditos. No es deseable cultivar tanto respeto por la ley como por lo correcto. La única obligación que tengo derecho de asumir es la de hacer en todo momento lo que creo correcto (…) Existen leyes injustas: ¿debemos conformarnos con obedecerlas o, debemos tratar de enmendarlas y acatarlas hasta que hayamos triunfado o, debemos transgredirlas de inmediato?”[12]. Y este sentido de primero ser ciudadanos (hombres) antes que súbditos se expresa un principio clave de la lucha noviolenta, la desobediencia civil, la decisión propia de transgredir todo el andamiaje jurídico de la dictadura. Es el mismo concepto que La Boétie alega cuando dice del tirano: “no es preciso combatirle ni abatirle. Se descompondría por sí mismo, a condición de que el país no consienta en servirle. No se trata de quitarle nada, sino de no darle nada. No sería necesario que el país haga nada por sí mismo, a condición de no hacer nada en su propia contra. Son pues los pueblos los que se dejan, o, mejor dicho, se hacen maltratar, ya que para librarse de ello bastaría con que dejasen de servir. Es el pueblo quien se esclaviza y se degüella a sí mismo; quien, pudiendo escoger entre estar sometido o ser libre, rechaza la libertad y admite el yugo (…) Tomad la resolución de no servir y seréis libres. No os pido que le empujéis y le hagáis tambalear, sino sólo que no le sostengáis. Entonces lo verán como un gran coloso, cuyo pedestal ha sido apartado, caer por su propio peso y romperse en pedazos[13].

Este es el reto, desobediencia civil y no cooperación. Así lo entendió Luther King cuando impulsaba la lucha por los derechos civiles:

Llegué a comprender que lo que realmente estábamos haciendo era retirar nuestra cooperación de un sistema injusto […] Entonces pensé en la obra de Thoreau Essay on Civil Disobedience. […] Me convencí de que lo que estábamos preparando para hacer en Montgomery se relacionaba en gran manera con lo que él había expresado. […] Quien acepta el mal pasivamente está tan mezclado con él como el que ayuda a perpetrarlo. Quien acepta el mal sin protestar, realmente está cooperando con él. […] Un hombre recto no tenía más alternativa que negarse a la cooperación con un sistema injusto[14].

Como expone Manuel Hernández Apodaca, “la desobediencia civil es una manifestación del disenso frente a la ley, esa que pretende regular la convivencia, la que pasa por un proceso legislativo, por ello frente a ella, la desobediencia civil es un acto de negación y enfrentamiento contra una norma del sistema. Pero es también como señala Pérez Bermejo: (…) un acto de manifestación de consentimiento al sistema mismo, si bien se trataría de un consentimiento crítico, consciente y ajeno a la apatía o la sumisión, y ello porque en la desobediencia civil late un concepto de democracia mucho más activa y palpitante que el reducido a la rutina letárgica de los comicios electorales. (PÉREZ,1998. p.77)”[15].

Esto, en concreto es el fundamento de la acción noviolenta, no colaboración y desobediencia civil; de lo que se trata es arrancar a las masas de la influencia político-ideológica del régimen, la vida en la verdad para llegar finalmente al desafío político masivo. Para lograr este propósito se requiere un proceso activo de “toma de conciencia” tal y como acertadamente plantea Manuel Ramírez Chicharro[16], al decir:

El centro sobre el que orbitan las diferentes acciones noviolentas es el “proceso de toma de conciencia”, medio imprescindible para llevar a cabo la revolución pacífica. Racionalidad, originalidad y creatividad se han de combinar para marcar las pautas correctas a seguir en el enfrentamiento por “la dignidad y la libertad humanas”; proclama que se repite, directa o indirectamente, en todos los movimientos noviolentos a lo largo del siglo XX”.

La disidencia[17] interna debe tener en cuenta la propuesta formulada por Gene Sharp: “Se debe fortalecer a la población oprimida en su determinación de luchar, en la confianza en sí misma y en sus aptitudes para resistir (…) Confrontada con una fuerza firme y confiada en sí misma, con una estrategia concienzuda y de genuina solidez, la dictadura eventualmente se desmoronará (…) el liberarse de las dictaduras, en última instancia, depende de la capacidad que la gente tenga de liberarse a sí misma”. Esto significa formar conciencia por medio de una labor sistemática, inteligente, con creatividad; explicando y razonando y con objetivos claramente definidos.

El régimen castrista, cada vez es más débil y aunque todavía cuenta con las fuerzas represivas, la acción de sus órganos secretos, los cuerpos policiacos, los jueces y las prisiones ha ido perdiendo legitimidad ante la opinión internacional. La economía está en grado de descomposición y los recursos son menos accesibles. Para su legitimación acude a la colaboración de las masas, convocando a concentraciones y desfiles que se logran por presión. La no colaboración de la población o de una parte significativa de ella le resta legitimidad. No se requiere del empleo de las armas para hacer caer a la tiranía solo se requiere la no colaboración en la coartada del régimen, negarse a cotizar para los sindicatos oficialistas que no representan los intereses de los trabajadores, no participar en las reuniones de los Comité de Defensa de la Revolución, no participar en las farsas electorales del régimen o al menos entregar en blanco o anuladas las boletas. El castrismo es sustentado por las masas, cuando las masas dejan de cooperar, el fin del sistema está cercano y se puede lanzar el desafío político final. Cuando el individuo en cuanto tal, libre y autodeterminante rechace la colaboración con el gobierno o con el partido oficial, el Estado totalitario pierde el fundamento de su legitimidad. José María Beneyto Pérez en Propiedad, Estado y Sociedad[18] aclara este concepto, cuando dice que el fundamento de la legitimidad del Estado “no hay que buscarlo (…) en él mismo, ni tampoco en su origen histórico o en la voluntad divina, sino en la clave misma de la sociedad: el individuo en cuanto tal, libre y autodeterminante”.

Debe tenerse en cuenta la tesis formulada por Gene Sharp[19]: “A veces un llamado a la resistencia por parte de un pequeño grupo o de una persona puede encontrar inesperadamente una inmensa acogida. (…) Si un número suficiente de subordinados se rehúsa a seguir cooperando por un tiempo suficiente a pesar de la represión el sistema opresivo se debilitará, y acabará por desplomarse”.

En este punto se requiere una reafirmación de la definición de desafío político que ofrece Roberto Helvey[20]: “El ‘desafío político’ es una confrontación noviolenta (protesta, no colaboración e intervención) que se lleva a cabo de manera desafiante y activa, con fines políticos. (…) La palabra ‘desafío’ denota una deliberada provocación a la autoridad mediante la desobediencia, y no deja lugar para la sumisión. (…) Se usa principalmente para describir la acción realizada por la población para retomar de manos de la dictadura el control de las instituciones gubernamentales mediante el constante ataque a las fuentes de poder y el uso deliberado de la planificación estratégica y de las operaciones para alcanzarlo”.

Tengamos presente que tanto la desobediencia civil, es decir, la violación abierta y deliberada de la ley con un propósito político o social colectivo, como cualquier otra acción noviolenta que plantee el conflicto político coloca a los actores en la ilegalidad al rechazar las leyes y hasta la Constitución política del régimen castrista. Es un riesgo que, empero hay que enfrentar. No se puede obviar que el gobierno, ante un poderoso desafío político, reaccionará con violencia. La represión violenta del gobierno no es un indicador del fracaso de la acción noviolenta, sino el resultado lógico de que la acción noviolenta representa una seria amenaza a su poder. Sin embargo, el poder represivo del gobierno crea dificultades a la capacidad de organización, comunicación y movilización de los activistas de la acción noviolenta.

De acuerdo con Kurt Schock[21]: “Deben confluir dos condiciones básicas para que un desafío contribuya a las transformaciones políticas: 1) el desafío debe ser capaz de oponerse exitosamente a la represión, y 2) el desafío debe socavar el poder del Estado. Esas condiciones son suficientemente obvias. Lo que es menos obvio son los atributos y acciones de quienes promueven el desafío y que contribuyen a que se den esas condiciones y mecanismos que vinculan los atributos del movimiento y el accionar para el cambio político”. He aquí una referencia clara a la capacidad de liderazgo de los promotores del desafío y a su habilidad para sortear las dificultades generadas por el accionar represivo. Muy importante, más que priorizar las intenciones hay primero que evaluar las capacidades.



[1] Bertrand de Jouvenel. Sobre el Poder - Historia natural de su crecimiento. UNION EDITORIAL S.A., 2011
[2] Hermann Heller. Op. Cit.
[3] Gene Sharp. Como Funciona la Lucha Noviolenta. Obra condensada de The Politics of Nonviolent Action. The Albert Einstein Institution, 2014  
[4] Montesquieu. El Espíritu de las Leyes. Libro III. Cap. X
[5] Max Weber, Economía y sociedad, México, FCE, 1981
[6] Étienne de La Boétie. Discurso de la servidumbre voluntaria. Publicado en 1576
[7] Václav Havel. Todos ayudamos a crear el totalitarismo. Discurso pronunciado al asumir la presidencia de Checoslovaquia el 1 de enero de 1990
[8] Hannah Arendt. Los orígenes del totalitarismo. Edit. Taurus, 1974
[9] Étienne de La Boétie. Op. Cit.
[10] Václav Havel. Op. Cit.
[11] Václav Havel. El poder de los sin poder. Ediciones Encuentro, Madrid, España, 2013
[12] Henry Thoreau. Desobediencia civil
[13] Étienne de La Boétie. Op. Cit.
[14] Martin Luther King. Un sueño de igualdad; La Catarata; 2001
[15] Samuel Hernández Apodaca. Desobedecer la ley como obligación moral y Como derecho político. Revista Quaestionis. 19 de septiembre de 2016. No. 27
[16] Manuel Ramírez Chicharro. Desobediencia civil: la fuerza más poderosa. Historiadores Histéricos, Universidad de Castilla La Mancha (UCLM)
[17] Empleo este sustantivo a propósito, para recalcar que, hasta el presente, no existe como tal en Cuba y desde un punto estrictamente formal, una verdadera oposición, es decir como expresión organizada de la controversia que tiene lugar en el proceso de formación de la voluntad política y de la adopción de decisiones. La oposición sólo se entiende en cuanto “aspirante al gobierno”, y esa aspiración sólo es viable cuando se cuenta con el apoyo electoral o popular suficiente para lograr sus propósitos, vinculándose al conflicto político entendido como la mutua, simultánea y contradictoria aspiración de dos fuerzas oponentes a un mismo objetivo la toma o mantenimiento del poder y con capacidad para integrar y articular intereses y demandas.
[18] José María Beneyto Pérez. Propiedad, Estado y Sociedad: posibilidades de un análisis estructural diacrónico. Revista de Estudios Políticos 15.
[19] Gene Sharp. De la Dictadura a la Democracia. The Albert Einstein Institution
[20] Roberto Helvey, citado por Gene Sharp. Op. Cit.
[21] Kurt Schock. Insurrecciones no armadas. Movimientos de poder popular en regímenes autoritarios. Editorial Universidad del Rosario, Colombia, 2008